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La muralla y el río: los límites del poder en la Lima virreinal
Cuando se piensa en la Lima virreinal, muchas veces se la imagina como un todo, una ciudad homogénea que gira en torno a su Plaza Mayor. Pero cuando uno la estudia más a fondo, aparecen marcas físicas muy concretas que muestran que no todo formaba parte de ese "todo". La muralla y el río Rímac no eran solo elementos constructivos o naturales: eran herramientas de separación. Cortaban la ciudad. Dibujaban una frontera entre el adentro y el afuera.
La muralla, construida a fines del siglo XVII, supuestamente servía para proteger la ciudad de posibles ataques. Pero en realidad, lo que más protegía era el orden interno. Delimitaba físicamente ese damero que organizaba el poder. Era, como dice Nicolini, “una arquitectura del control, que define lo que pertenece y lo que queda excluido”. Dentro de la muralla: las instituciones, la nobleza, las grandes iglesias, el comercio oficial. Fuera: la informalidad, lo marginal, lo que no tenía cabida en esa ciudad planificada.
Por otro lado, el río Rímac también funcionaba como un borde, aunque más natural. En vez de integrar, separaba. Era una barrera geográfica que terminaba siendo social. Cruzar el río era salir del damero, dejar atrás el orden simbólico del virreinato y entrar a una Lima distinta, más precaria, más popular. Gutiérrez lo expresa claramente: “el espacio urbano se estructuró desde el control del centro y la negación de la periferia”. Y en Lima, esa negación estaba materializada en la geografía misma.
Lo interesante es que, mientras del lado de adentro se buscaba representar a la monarquía, la cristiandad y la civilización europea, del lado de afuera se vivía una ciudad más real, menos idealizada. Como estudiante de arquitectura, me parece fundamental entender cómo estos elementos —el río, la muralla, el damero— no solo organizaban el territorio, sino que producían exclusión. Dibujaban una ciudad “legal” y otra “informal”, una visible y otra invisibilizada.