El Atrio


Aunque las iglesias coloniales fueron concebidas como espacios cerrados y jerárquicos, donde se debía rendir culto bajo las normas del cristianismo europeo, la realidad en América fue mucho más compleja. Muchas comunidades indígenas, al enfrentarse con estas nuevas construcciones, no ingresaban a su interior, sino que realizaban sus rituales en el atrio, es decir, en el espacio exterior frente a la iglesia. Esta práctica respondía no solo a una resistencia silenciosa, sino también a una manera distinta de entender lo sagrado, profundamente enraizada en sus propias tradiciones ancestrales.
Durante siglos, las culturas originarias desarrollaron una relación con lo espiritual que no necesitaba de espacios cerrados ni intermediarios rígidos. El culto al sol, la tierra o las montañas sagradas, por ejemplo, ocurría al aire libre, en contacto con la naturaleza. Esas formas de ritualidad, transmitidas de generación en generación, persistieron incluso frente al avance del cristianismo. Por eso, el atrio pasó a ser un lugar de encuentro entre dos mundos: por un lado, el intento colonial de ordenar la fe desde una estructura impuesta; por otro, la permanencia de costumbres y creencias que se negaban a desaparecer del todo.
El atrio y la plaza central no fueron diseñados únicamente como espacios abiertos, sino como parte de una estrategia urbana pensada para organizar la vida social, política y económica en torno a los centros de poder. Desde allí se articulaban la Iglesia, el Cabildo y las instituciones coloniales, estableciendo jerarquías claras en el espacio. Sin embargo, con el tiempo, estos lugares también se transformaron en escenarios de culto y reunión popular. En particular, el atrio adquirió una dimensión religiosa no prevista inicialmente, al convertirse en un espacio donde los pueblos originarios realizaban prácticas propias o resignificaban las nuevas formas impuestas de fe.
Así, la escena de indígenas reunidos frente a una capilla no debe interpretarse solo como una expresión de devoción cristiana, sino también como un gesto cargado de sentido propio, donde lo religioso colonial se mezclaba, resignificaba o incluso era desbordado por las memorias de los pueblos originarios.
La ciudad misma ofrecía un espacio ya sacralizado por los hitos principales constituidos por las iglesias con sus volúmenes complejos, sus atrios, sus campanarios, sus fachadas y sus portadas.
Nicolini - Ciudad Hispanoamericana p.1094
con la Plaza de Armas de 450 pies de lado que reúne la Catedral, el Palacio Virreinal y las Casas del Cabildo, a lo que se suman los dos enormes conventos de San Francisco y de Santo Domingo, conformando el gran centro de poder que destacaba
Nicolini - Ciudad Hispanoamericana p.1091